El Símbolo, una novela de Adolfo Losada García.
 
El Símbolo
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Segundo Capítulo novela El Símbolo.

 

El símbolo : Segundo Capítulo

 
           El hallazgo

   
En la actualidad, excavación arqueológica en Honduras.
     La Venta (antigua capital olmeca).


    En medio de la selva, en una pequeña tienda de tela blanca,
se encontraba el profesor de Historia Thomas McGrady, especializado
en antiguas civilizaciones extintas, estudiando con detenimiento,
y posteriormente catalogando, unas pequeñas vasijas y
huesos encontrados en la excavación que estaban realizando.
Thomas, de una complexión fuerte y no muy alto, era un
hombre solitario. Por esa razón, con 31 años, todavía estaba soltero.
Tenía el pelo corto, negro, y sus ojos de color marrón claro
reflejaban el afán y el entusiasmo por encontrarle el significado
a las cosas. Nunca estaba satisfecho con la primera impresión y
siempre necesitaba saber otra, es decir, la suya. Como era un poco
supersticioso, nunca dejaba su mochila impermeable y su chaleco
lleno de bolsillos, en los que llevaba utensilios que le eran útiles
en sus expediciones.
   
   Después de seis meses de incursiones en las profundidades
de la selva, alejado de cualquier urbanización y acompañado solamente
por sus hombres y por los fascinantes ruidos de los animales que habitaban
aquel lugar, había topado con un hallazgo asombroso.

   Estaban excavando a pocos metros de una gran cabeza de un
antiguo guerrero, esculpida en piedra por una civilización anterior
a los mayas, la olmeca, que habitó en aquel lugar desde el año
1200 a. C. hasta el 400 a. C. Habían encontrado muchos vestigios
de aquella civilización: vasijas, collares, pequeñas esculturas
y decenas de huesos, tanto de animales como de personas, en fin,
habían hallado lo que tanto anhelaba, un lugar todavía no excavado
por nadie.

   Un día, sobre las diez de la noche, Thomas estaba enfaenado
fotografiando, catalogando y tomando apuntes de todos los objetos
que iban encontrando cuando, de repente, escuchó un fuerte
ruido que parecía proceder de la excavación. Al oírlo, no le dio
importancia, pues pensó que sería alguno de sus hombres haciendo
de las suyas, pero un fuerte murmullo comenzó a sonar. Alarmado,
se levantó rápidamente de la silla, haciéndola caer. Apartó
con su mano la tela mosquitera que hacía de puerta y, al salir, se
encontró de cara con Pancho, el capataz de la excavación.
Ya mayor y arrugado por el paso del tiempo, le dijo con voz
cansada y temblorosa, pero a la vez llena de sorpresa y alegría:

—Venga, corra, tiene que ver lo que hemos hallado, es fantástico,
maravilloso, sorprendente, no se lo va a creer.

—Pero ¿qué pasa? —le preguntó nervioso y desconcertado
por su reacción.

—Sígame y lo verá. ¡Apresurémonos!

   Sin más demora, Thomas cogió su mochila y comenzaron a
correr como alma que lleva el diablo hacia la excavación.
 
    Mientras corrían, no dejaba de preguntarle de dónde procedía
aquel ruido, a lo que Pancho le respondía que no le explicaría
nada hasta que lo viera él mismo con sus propios ojos, pero que
al verlo, se daría cuenta de que lo que había ocurrido era algo increíble,
inexplicable.
   
   Tras estar corriendo cinco eternos minutos, llegaron al fin a
la excavación. Thomas quedó paralizado delante de ella, sus ojos
no daban crédito a lo que estaban viendo. Pancho, que se encontraba
a su lado, le preguntó:

—¿Qué le parece? ¿Era sorprendente o no?

   Thomas, que todavía se encontraba paralizado, se quedó sin
palabras al ver lo que el capataz le estaba mostrando.

   Un tumulto de hombres rodeaba la cabeza que se hallaba al
lado de la excavación, que inexplicablemente se había derrumbado,
dejando al descubierto un extraño bloque de piedra liso de pequeñas
dimensiones adosado al suelo.

—¿Qué le dije, jefe? ¿Era o no era sorprendente? —le preguntó
a Thomas, con una sonrisa en la cara.

—Sí, es fantástico. ¿Pero cómo lo habéis hallado? —quiso saber,
mientras se acercaban sin dejar de mirar el extraño hallazgo.

—Los hombres estaban excavando al lado de la cabeza, con
la intención de sacar una pequeña vasija con relieves que habían
encontrado, cuando de repente, y sin previo aviso, el suelo que
tenían bajo sus pies comenzó a temblar y seguidamente a desmoronarse,
haciéndolos caer. Cuando todo quedó en calma y el
susto ya había pasado, me acerqué para comprobar que los hombres
estaban bien, y cuál fue nuestra sorpresa al ver que debido
al corrimiento de tierra la cabeza se había derrumbado, dejando
al descubierto esta losa tan extraña, que se hallaba debajo. Inmediatamente
les ordené que lo dejaran todo como estaba hasta que
usted llegara.

   Thomas escuchaba con atención el fabuloso relato que Pancho
le estaba contando, mientras observaba de cuclillas aquella
losa de piedra. Con un gesto de su mano les indicó a los trabajadores
que le acercaran los focos para poder verla mejor. Al acercárselos,
comprobó con asombro que era completamente lisa; su
tacto era muy agradable, parecido al del mármol. Tras medirla
con un metro que sacó de su chaleco, observó que era un cuadrado
perfecto de 90x90. Comenzó a excavar, con sus propias
manos, un pequeño agujero en el suelo al lado de la losa, para
comprobar si estaba enterrada a mucha profundidad.
Se levantó lentamente y pensativo, sin apartar su mirada de
ella. Pancho se le acercó y le preguntó:

—¿Qué hacemos, jefe? ¿La sacamos?

—Sí Pancho, pero hoy ya no. Debemos extraerla con sumo
cuidado, pues parece estar muy enterrada, y con esta oscuridad
podríamos dañarla.

—Pero si es una simple losa, ¿qué más da?

—Eso parece, pero algo me dice que si estaba tan escondida
era por algo.

   Thomas agradeció a sus hombres el trabajo tan formidable
que estaban realizando y les dijo que por ese día ya era suficiente.
Seguidamente, le pidió a Pancho que lo acompañara hasta la tienda
para comentarle el plan de trabajo del día siguiente, pues había
sufrido un cambio inesperado.

   Mientras caminaban, los dos hombres comentaban cómo extraerían
aquella losa. Pancho, que era de un pueblecito de México,
y no muy delicado en sus métodos, le daba la idea de hacerla
bolar con dinamita, o a golpes con una maza. Thomas, al escucharlo,
le puso la mano en el hombro mientras se reía, y le dijo:

—No Pancho, así no —continuaba riéndose—. Ya te dije que
había que extraerla con mucho cuidado, debemos usar las poleas.
Debes pensar que quizás tiene algún escrito o tallado en el otro
lado, y con los métodos que tú propones lo destruiríamos.

—Tiene razón jefe, mis métodos son demasiado bruscos.

   Tras estar unos minutos más hablando delante de la tienda,
se despidieron y se fueron los dos a dormir.

   Aquella noche Thomas no consiguió conciliar el sueño, no
dejaba de dar vueltas en el pequeño colchón que tenía por cama,
con una única imagen en su cabeza, la de aquella extraña losa y el
lugar tan extraño en el que la habían hallado. Se preguntaba una
y otra vez si debajo encontrarían algo, alguna cosa que arrojara
un poco de luz sobre la vida de aquella civilización, o quién sabe
si algo más extraño y sorprendente.

   Al amanecer, con los primeros rayos del Sol, Pancho salió
de su tienda, todavía con las legañas en los ojos, y vio a Thomas
sentado delante de la hoguera haciendo café. Sorprendido, y preguntándose
qué hacía levantado tan temprano, se volvió a meter
dentro para asearse un poco. Al salir, le preguntó:

—¿Qué hace despierto tan pronto, jefe? Todavía no se ha levantado
el día.

—Ya lo sé Pancho, pero me he pasado toda la noche en vela
sin poder dormir.

   Pancho se acercó, todavía medio dormido, y comenzó a llenar
su taza de café, mientras Thomas no dejaba de repetirle las
ganas que tenía de comenzar a investigar lo que habían encontrado.
Poco a poco el día fue levantándose y con él, todos los trabajadores
que estaban durmiendo.

   Ese día el cielo estaba completamente descubierto, exento de
nubes, dejando que el Sol, que ya había salido por completo, bañara
con sus rayos aquella zona y evaporara las últimas gotas de
rocío que quedaban en las hojas de los árboles y las plantas. Los
animales nocturnos, que durante la noche habían rondado por
la selva, buscaban un refugio para pasar el día, dando paso a los
diurnos, que comenzaban a despertar.

   Thomas y Pancho se acercaron hasta el lugar de la excavación,
donde varios hombres ya se encontraban trabajando en el
montaje de las poleas con las que moverían la pesada losa.

   Thomas levantó la mirada al cielo y exclamó:

—¡Vamos chicos! Hoy va a ser un gran día para todos.

   Tras decir esto, Pancho se acercó para supervisar el trabajo,
mientras Thomas, muy impaciente, se agachaba para observar la
losa nuevamente. En ese mismo instante comenzó a sentir una extraña
sensación de intranquilidad que le recorría todo el cuerpo.
Se incorporó y comenzó a mirar a un lado y a otro, como si buscara
algo. Pancho, que lo estaba observando, le preguntó extrañado:

—¿Qué le pasa, jefe? ¿Qué busca?

—No lo sé Pancho, es como si nos estuvieran observando,
como si hubiera alguien o algo escondido y vigilara todos nuestros
movimientos.

—Me parece, jefe, que no haber dormido le está afectando.
Ahí no hay nadie, sólo árboles, plantas y animales. Estamos com20
pletamente solos. Es muy normal tener esa sensación en la selva,
a mí me ha sucedido centenares de veces.

—Debe ser eso. No me hagas caso.

   Volvió a agacharse, mientras miraba los alrededores no muy
convencido con la explicación que le había dado Pancho.

   Cuando los hombres acabaron de montar las poleas, Thomas
les indicó cuatro puntos en la losa donde debían anclar las
cuerdas para alzarla sin que sufriera daño alguno.

   Ya con todo preparado, los hombres, las poleas y las cuerdas,
Thomas reculó unos metros, y se preparó para dar las indicaciones
necesarias para que todo saliera bien. Cuando ya lo estuvo,
con voz decidida, gritó:

—¡Vamos! ¡Tirad con fuerza todos a la vez! ¡Arriba!

   Los hombres comenzaron a tirar de las cuerdas, mientras
Thomas continuaba gritando «¡arriba, arriba!», pero la losa permanecía
inmóvil, como si pesara millones de toneladas, o como si
no quisiera que se descubriera lo que escondía.

   Pancho, que continuaba tirando, dijo:

—Me parece jefe que al final tendrá que hacerlo como yo
dije, es más pesada de lo que nos creíamos.

—Vamos Pancho, tenemos que lograrlo, sería una lástima
que por las prisas destruyéramos algo importante, continuad así.

   Dicho esto, siguieron tirando aun con más fuerza. De repente,
la losa hizo un pequeño ruido.

—¡Quietos! —gritó Thomas al ver que se comenzaba a mover.

   Se acercó a sus hombres, y cogiendo la cuerda, les dijo:

—Esto ya se mueve, lo vamos a conseguir. Todos a la vez,
¡arriba, arriba!

   Nuevamente comenzaron a tirar, provocando que la losa se
volviera a mover. Poco a poco, y bajo la atenta mirada de Thomas,
comenzó a levantarse.

—Vamos ya falta poco. Un esfuerzo más —les decía ilusionado
a sus hombres.

   La losa, que probablemente había estado escondida durante
miles de años, comenzó a levantarse unos centímetros del suelo,
dejando ver su grosor, de unos veinticinco centímetros.

   Ya casi fuera de su asentamiento, Thomas soltó la cuerda y
se acercó para ver lo que les deparaba la otra cara. Mientras se
agachaba, sacó de su chaleco una pequeña linterna, y la introdujo
con cuidado por debajo de la losa para iluminarla. Cuál fue su
desagradable sorpresa al ver que no había nada, ni una sola escritura
o pintura, nada de nada.

   Apagó la linterna y levantándose muy desilusionado les dijo
a sus hombres:

—Soltad la cuerda, es simplemente una losa, no hay nada
aquí abajo.

   Al escuchar esto, los hombres, que durante unos largos minutos
habían soportado el peso de la losa, abrieron sus manos,
dejando ir las cuerdas de golpe y provocando que la losa cayera y
se golpeara con fuerza contra el suelo, rompiéndose por la mitad.
Agotados por el esfuerzo que habían realizado, algunos se sentaron
en el suelo, mientras otros, intrigados, miraban la losa, intentando
comprender por qué estaba tan escondida si simplemente
era un trozo de piedra.

   Pancho se acercó a Thomas, que se hallaba sentado solo, y
le dijo:

—No pasa nada jefe, ya verá como descubriremos alguna
otra cosa.

—Gracias Pancho por darme ánimos, pero me había hecho
muchas ilusiones. Creí haber encontrado algo increíble, algo que
nunca antes se había visto, pero en vez de eso he encontrado un
trozo de piedra liso.

   Pancho se comenzó a reír y le dijo:

—Sí jefe, pero no menegará que el lugar donde la hallamos
no era extraño.

—Eso es verdad —se comenzó a reír también—, pero lo que
no entiendo es por qué estaba ahí, debajo de aquella cabeza. Y
si…

   Antes de poder acabar la frase, uno de los hombres comenzó
a gritar:

—¡Venid, corred! Mirad esto.

   Thomas y Pancho volvieron la cabeza para saber qué ocurría,
y vieron como los hombres miraban sorprendidos la losa
rota. Se levantaron rápidamente y comenzaron a correr para averiguar
qué causaba aquella expectación entre sus hombres. Al llegar
y ver lo que había producido tal revuelo, Thomas, mientras se
echaba las manos a la cabez, exclamó:

—¡Dios mío!

—Mire jefe, ¿cómo no lo hemos visto?

—¿Cómo no nos dimos cuenta antes Pancho? Estaba delante
de nosotros y se nos había pasado. Estábamos cegados con la dichosa
losa, y no veíamos nada más.

   Al partirse la losa por la mitad, se había abierto una enorme
grieta, por la que parecía verse un agujero en el suelo. Rápidamente
comenzaron a sacar los pedazos de losa, dejando al
descubierto en su totalidad un agujero de unos 60 por 60 centímetros.

—Mira Pancho, esto es lo que escondía la losa —le dijo al capataz
mientras lo abrazaba.

—¿Qué debe ser, jefe? Parece un pozo o algo así.

—No lo sé, Pancho, no lo sé —le contestó pensativo—, pero
ahora mismo saldremos de dudas. Ve a por las bengalas, que lanzaremos
una al interior. ¡Corre! —le dijo a Pancho mientras miraba
el oscuro agujero.

   Pancho comenzó a correr hacia la tienda donde guardaban
todas las herramientas de la excavación, cuando comenzó a sentir
la misma sensación que le había comentado con anterioridad
Thomas. Se detuvo un instante y comenzó a mirar hacia todos
los lados, pero no conseguía ver nada, sólo árboles y hojas. Comenzó
a pensar que su jefe le había contagiado aquella sensación
de malestar, de miedo, una intranquilidad que nunca antes había
sentido. Le parecía tener unos ojos clavados en su espalda, observándolo,
vigilándolo. La angustia comenzó a recorrerle todo el
cuerpo, cuando escuchó:

—Pancho, ¿qué haces ahí parado? ¡Vamos, corre!

   Volvió a mirar para todos lados, pensó que sería mejor no
preocupar a Thomas diciéndoselo y prosiguió su camino. Al llegar
a la tienda, cogió las bengalas de una vieja caja de madera, las
introdujo en una mochila y se apresuró a llegar donde se encontraban
los demás.

   Mientras tanto, Thomas intentaba distinguir algo con su pequeña
linterna, pero lo único que veía eran unas paredes lisas, sin
ningún dibujo, ni escrito. Impaciente por descubrir lo que se ocultaba
en el interior, le cogió una bengala a Pancho de la mochila, la
encendió rápidamente y la lanzó al interior.

   Aquel oscuro agujero, que parecía ser un pozo, y que se encontraba
oculto bajo la losa, que a su vez estaba oculta por la
enorme cabeza, volvía nuevamente a iluminarse, desvelando un
secreto que con tanto tesón se había intentado ocultar.

   Después de que la bengala recorriera un par de metros de caída
libre, se paró en lo que parecían ser unos escalones. Al ver eso,
Thomas se levantó y dijo:

—Se ha detenido. Mira Pancho, ¿eso no te parecen unos escalones?

—No lo veo muy bien, pero… sí que lo parecen —le contestó,
mientras se asomaba para ver mejor.

—Vamos a entrar, ya no puedo esperar más —dijo Thomas
muy impaciente, e ilusionado por el nuevo descubrimiento.

—Pero jefe, si no sabemos lo que nos podemos encontrar ahí
abajo —le dijo un poco asustado.

—Si no entramos, seguro que nunca lo sabremos —contestó
repleto de entusiasmo, mirando a sus hombres.

   Al escuchar lo que decía, comenzaron a retroceder asustados,
pues temían que alguna maldición o algo parecido cayera
sobre ellos si entraban, porque sobre aquella zona se contaban innumerables
y oscuras leyendas que les infundaban temor.

   Thomas comenzó a buscar cuerdas y otros utensilios que
creía que le harían falta para bajar y para lo que se pudiera encontrar
después en aquel oscuro y siniestro agujero. Dándose media
vuelta observó como sus hombres permanecían quietos, mirándolo.
Sus rostros estaban descompuestos por el miedo y el terror a
lo desconocido que les impedía moverse y, por consiguiente, obedecer
las órdenes de su jefe.

   Pancho, que no las tenía todas consigo, tampoco se movía.
Miraba a Thomas y no comprendía cómo podía ser que no tuviera
miedo a lo desconocido, pues tenía la intención de meterse sin
saber lo que se encontrarían.

   Thomas extrañado por el comportamiento que estaban teniendo,
les dijo:

—¿Qué os pasa?

—Jefe, creo que nadie va a querer bajar con usted. Tendrá
que ir solo —le contestó mientras los hombres asentían con sus
cabezas.

—¿Por qué, Pancho? ¿Qué tontería estás diciendo? ¡Vamos,
ayudadme! —les decía mientras les señalaba con el dedo lo que
debían coger.

—No señor, me parece que no lo entiende.

—¿Me vais a decir qué os pasa de una vez? —preguntó enojado
al ver que nadie le hacía caso.

—Pues mire, desde pequeños, mis hombres y yo hemos escuchado
terribles historias de este lugar, que hablaban de muertes y
desapariciones, por ese motivo creemos que este lugar y todo lo
que lo rodea está maldito.

—Eso son tonterías. No me digáis que todavía creéis en esas
cosas de niños —le contestó riéndose.

—No se ría, porque se lo digo muy en serio. Nadie va acompañarle.

   Thomas se acercó a Pancho y agarrándolo del hombro lo
alejó de sus hombres, donde no pudieran escuchar lo que le iba a
decir. Cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos de los demás,
le dijo:

—No me podéis hacer esto, debéis ayudarme. Sin vuestra
ayuda no lo conseguiré. Además, para algo os pago.

—Ya lo sé, pero debe comprendernos.

   Los hombres miraban como discutían Thomas y Pancho, sin
saber cuál era el motivo. Tras unos minutos de acalorada discusión, Thomas
se dirigió hacia su tienda, mientras que Pancho se
acercó a sus hombres y les dijo:

—El jefe dará una prima a quien le acompañe al interior del
agujero.

   Al escuchar esto comenzaron a hablar entre ellos, comentando
la oferta que les habían ofrecido. Pancho, se volvió a dirigir a
ellos diciéndoles:

—Os doy unos minutos para que os lo penséis, el que no esté
conforme con la oferta ya puede coger sus cosas, pasar por la
tienda del jefe para coger su salario y marcharse.

   Nuevamente se pusieron a hablar entre ellos tras el ultimátum
que Pancho les había dado. Al acabar de hablar, uno de ellos
se dirigió hacia él y le dijo:

—Hemos decidido que nuestras vidas no tienen precio y por
tanto no hay suficiente dinero en el mundo que nos pueda hacer
cambiar de opinión, por ese motivo nos marchamos todos. Esto
que quiere hacer le va a costar la vida a él y a quien decida acompañarlo,
la maldición caerá sobre aquellos que se adentren en su
interior.

—Muy bien, si ésa es vuestra decisión, no tengo nada más
que decir. Ya os podéis marchar.

—Y tú, Pancho, ¿no te vienes con nosotros? ¿Vas a quedarte?

—Sí, no puedo dejarlo solo ahora, debo estar a su lado en
esto —les dijo mientras se daba la vuelta y se dirigía a la caseta
donde guardaban las cosas de la excavación.

   Thomas, que se encontraba sentado al lado de su tienda, vio
desilusionado como los hombres que le habían ayudado en todo
momento se acercaban hacia él con la intención de marcharse. Se
levantó rápidamente y les dijo:

—No os vayáis por favor, os necesito.

   Pero los hombres tenían claro lo que querían hacer, y le exigieron
que les diera el dinero, porque no se iban a quedar ni un
minuto más allí.

   Mientras tanto, Pancho ya había preparado todo lo que creyó
necesario para poder bajar al misterioso agujero, cuando de
repente escuchó un ruido que procedía de entre los árboles. Asustado,
giró la cabeza rápidamente para ver qué lo había provocado,
pero no consiguió ver nada. Armándose de valor, cogió el
machete que tenía en su cinturón y empuñándolo con la mano se
acercó al origen de aquel ruido. Las manos le comenzaron a temblar
y a sudar, el corazón y su respiración se le aceleraron. El miedo,
como si de su propia sangre se tratase, le comenzó a recorrer
todos los rincones de su cuerpo, a la vez que no le dejaba apartar
la mirada de aquellos árboles que, a medida que se acercaba, se
movían con más intensidad.

   Se detuvo un instante, pues le faltaban escasos metros para
llegar, tragó saliva y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

   Al preguntar, los árboles dejaron de moverse. Asustado por
lo acontecido, dijo nuevamente:

—Si hay alguien, por favor que salga, porque voy armado y
soy capaz de cualquier cosa.

   Pero no obtuvo respuesta. Tras esperar unos instantes, comenzó
a dar pequeños y lentos pasos, acercándose cada vez más
a los árboles. El corazón le latía tan exageradamente rápido que
parecía salírsele del pecho, y a duras penas podía sujetar el machete
debido a los temblores que le estaban causando el miedo
y el terror a lo desconocido. Miles de causas que habían podido
producir aquel ruido se le comenzaron a pasar por la mente,
desde un simple animal hasta las misteriosas maldiciones de las
que sus hombres tantas veces hablaban, insistiendo en que poblaban
aquel misterioso lugar. Alzó su mano para apartar las ramas,
mientras ponía la otra en posición de ataque, cuando de repente
comenzó a gritar al notar que algo lo cogía por detrás. Cegado
por el pánico, se dio media vuelta con la intención de defenderse
con su machete, y escuchó:

   —¿Qué haces Pancho? ¿Estás loco?

   Thomas, asustado, estaba estirado en el suelo.

   Pancho, que continuaba gritando, abrió los ojos, y al ver a

   Thomas, dijo mientras se movía nervioso de un lado a otro:

—Cuidado jefe, alguien ha querido matarme, me ha agarrado
por detrás.

—¿Pero qué estás diciendo? Era yo el que te ha agarrado.
Al verte aquí y con el machete en la mano comencé a llamarte y,
como no me respondías, me he acercado para ver qué te ocurría.
Luego te toqué por detrás y te giraste rápidamente con el ánimo
de apuñalarme, y al ver tus intenciones me he tirado al suelo para
protegerme.

   Pancho, todavía visiblemente nervioso, dejó caer el machete
al suelo, y echándose las manos a la cara, dijo:

—Lo siento jefe, no era mi intención. Perdóneme, he estado
a punto de matarle, pero creí que había algo que me estaba observando
desde esos árboles y por eso me he acercado. Los hombres
me han metido el miedo en el cuerpo, me estoy volviendo loco.

—Tranquilo, no pasa nada, no les hagas caso, son sólo supersticiones.
Te voy a demostrar que no hay nada ahí detrás.

   Bajo la atenta mirada de un tembloroso y aterrorizado Pancho,
Thomas se levantó del suelo y comenzó a apartar las ramas
muy lentamente, demostrándole a Pancho que no había nada, que
todo había sido una mera ilusión producida por los comentarios
que le habían hecho sus hombres y que éstos, a su vez, habían alimentado
sus miedos, haciéndole creer y ver cosas que no existían.

—¿Ves Pancho como no hay nada?

—¿Está seguro? Le juro que antes se estaban moviendo y que
de ellos salían unos extraños ruidos.

   Thomas comenzó a reír y le dijo:

—De verdad, te repito que no hay nada. Lo que viste y escuchaste
seguramente era un animal que habrá salido huyendo al
verte venir.

—Quizás fuera eso —le contestó mientras recogía su machete
del suelo, todavía nervioso.

—Anda, vamos a comer algo a ver si te tranquilizas un poco,
y mientras lo hacemos planificaremos la manera de entrar.

   Mientras se dirigían hacia la tienda para preparar la comida,
Thomas no dejaba de hablar de lo que podría ocultarse en el interior
del agujero a un Pancho que no le escuchaba y que no dejaba
de mirar hacia atrás, inquieto por lo que le había sucedido.
J
   usto enfrente de la tienda de Pancho, se sentaron alrededor
de una pequeña hoguera en unos troncos de madera y abrieron
unas latas de comida precocinada. Thomas, entre risas, le comentaba
el miedo que había pasado cuando Pancho intentó matarlo,
a lo que él, muy avergonzado por su comportamiento, continuaba
pidiéndole disculpas. También comentaban el poco valor que
habían demostrado los hombres al marcharse: sin su ayuda los
trabajos de búsqueda durarían el doble o el triple.

   Ya por la tarde, al acabar de comer y habiéndolo recogido
todo, se encaminaron nuevamente hacia la excavación, donde les
esperaba el misterioso y oscuro agujero.

   Al llegar, Thomas preguntó a su compañero si se encontraba
más tranquilo y si se veía capaz de bajar con él a las profundidades
del agujero, a lo que Pancho le respondió que sí.

   Comenzaron a preparar las cuerdas, atándolas a un enorme
fragmento de la losa. Después cogieron varias bengalas y otros
utensilios.

   Thomas, ilusionado y a la vez impaciente, cogió la cuerda, se
puso en el mismo borde del agujero y le dijo a Pancho:

—Tengo el presentimiento de que vamos a hacer historia.

   Debemos armarnos de valor, como hicieron antes que nosotros
los antiguos exploradores, que se adentraban en lo desconocido
y en lo oculto para descubrir y enseñar a la humanidad nuevas y
fascinantes cosas.





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